jueves, 6 de septiembre de 2007

El Rey Guerrero


They will not hush, the leaves a-flutter round
me, the beech leaves old.


(W. B. Yeats, The Madness of King Goll)


Habiendo salido a cazar en un blanco palafrén, el rey Conhubor se internó lejos y profundo en el bosque de la tarde. Sin advertir que las sombras se alargaban cada vez más, sobrevino la hora extraña en que los sonidos callan. Llegó a un prado abierto, donde la luz es menos engañosa, pero allí no vio más ni la luz ni la tarde.
Un ave oscura, descendiendo en vuelo rasante sobre él, golpeó con el borde del ala su frente. Visiones raras acudieron entonces a su cabeza. Tres días permaneció sumido en una fiebre intensa y amarga. Y comenzó a tener sueños atormentados. Soñó con el mal del mundo. Visiones tan extrañas como ni siquiera en la feroz penumbra de la pesadilla acontecen.
Las hojas del otoño empezaron a cubrir su sueño, entretejiéndose con la barba rojiza y la cabellera. La hiedra reptó sobre sus piernas inmóviles, en su regazo anidaron los pájaros. También la comadreja halló refugio en su regio manto. Días y días yació el rey al borde del bosque, hasta que la nieve invernal comenzó a cubrirlo.
En vano lo buscaron sus nueve hijos sobre nueve briosos corceles por todo el reino. Antojándoseles capturado por los piratas del norte, o bien, en el mejor de los casos, muerto, lo lloraron un mes y al cabo lograron decidir que el primogénito ocupara el trono.
La primavera sucedió al invierno, y la nieve huyó. El rey se cubrió de hojas de hierba clara. Resplandeció límpido el rostro, lavado por la lluvia de la mañana, besado del fulgor de la luna. En su puño, un venablo virgen aún conservaba su punta acerada.
Sus nueve hijos pronto se olvidaron de él, sobre todo el primogénito que ahora ocupaba el alto trono. La reina viuda se marchitó en poco tiempo como una flor cortada y lagrimosa, llena de tristeza al ver a sus nueve hijos desmemoriados. Codicia y Envidia metieron sus negros rabos en la casa, Discordia se enseñoreó del lugar. Hasta que la misma sangre se volvió contra la sangre.
Y el rey dormía su sueño de amargura, velado de bruma y secreto. En su mano, un venablo virgen recordaba el antiguo fragor de la batalla, donde habían quedado honradas su alta corona y su barba salpicada de sangre enemiga. Un venablo virgen, destello de fría plata, no mellado aún por el tiempo ni por la sangre enemiga.

Fue en esos tiempos que el enemigo llegó de lejanos confines. Piratas rojos del norte, exhalados de mares recónditos, atacaron todos los pueblos de la costa, destruyeron las casas y los muelles, mataron animales, hicieron sacrificio de hombres. Hierro y fuego. Fuego y sangre. No se recordaba una invasión tan violenta ni tan prolongada como ésta. Continuamente atracaban naves negras en la playa y renovadamente se extendía el terror tierra adentro. A los embates primeros sucedió un desembarco más negro aún: los jefes oscuros, señores de piratas, hincaron sus lanzas en tierra firme, declarándose reyes. La guerra era inminente. Cada comarca, cada pueblo, cada casa y cada hombre preparó sus mejores armas: unos pocos espadas y arcos, algunos hachas, los más palos y azadones. Pero muchos huyeron a las tierras altas, confiando en el abrigo de las peñas y de las cabañas en ruina.
Las huestes de la alta casa se preparaban. En los atrios, la angustia vibraba entre rumores de hierro y bufidos de caballos. Los jóvenes conversaban asustados, los más viejos callaban, mientras bruñían sus espadas con la mirada fija en algún recordado campo de batalla, lleno de gritos y muerte.
Al alba gritaron halalé. El enemigo está a la puerta. El miedo cedió al ardor en cada pecho, al amor por la alta casa. El alabardero grita al cielo y las huestes se despiertan sobresaltadas. El enemigo está a la puerta: saltan recios los cuerpos a la fría mañana. Halalé, clama la turba. Los caudillos, altos en sus corceles, rugen su arenga ardorosa. Los brazos se templan en la bruma y embrazan los escudos. Avanza el pueblo y con ellos un grito hondo y tempestuoso.
Pero el primogénito no descendió al campo de los hombres. En su asiento labrado pronunció palabras pavorosas: “Duro es”, dijo, “que nuestro padre nos abandonara en la flor de la juventud. Me fue dada la vida y me fue dado el trono. Y un golpe repentino de la fortuna no ha de arrebatármelos”. Y envió a sus ocho hermanos a la guerra. “No es justo que tengamos que sacrificar nuestra real persona en la batalla”.

Un año duró la guerra. Los cuatro hermanos menores traicionaron la alta casa, vendiéndose al enemigo. Los cuatro mayores fueron fieles al primogénito: en combate murieron todos por él, aunque él por ninguno. Seol murió ahogado entre las naves en pugna, Scornach pereció con una flecha atravesada en su garganta, Scian fue clavado al cuchillo de un pirata cruento y Slán, el joven, se pasmó ileso en el campo de batalla, víctima del horror, sin una herida que hiciera visible su muerte.
...
Grande fue la pérdida, pero no fue ruina; muchos los muertos, pero no todos. Y los piratas rojos, hoscos hombres del norte, fueron finalmente expulsados. Porque, transcurrido un año de salvajes matanzas, un guerrero poderoso fue visto en las playas del este. Con el sol oblicuo de la tarde apareció de nuestro lado, dando golpes de espada, dispersando las líneas enemigas. Por su barba y sus ojos agudos podían entreverse otras guerras y otros días, en que guiaba a hombres y huestes, y cantaba de gozo en la victoria. Pero su rostro grave también mostraba una pena inmensa, como si hubiera visto cosas terribles y perpetuas.
Apareció montado en una sombra blanca, en alto la frente, dando golpes de espada y abriendo una brecha en el cuerpo enemigo. Se internó entre las líneas enemigas abriendo a los guerreros el paso, por donde entró la salvación, sólo por él. Se adentró en la tormenta, brioso con su saeta en mano, tajando cabezas y miembros, dando muerte a la muerte de su pueblo. Pero también fue herido, perforado de muchas llagas en su cuerpo fuerte, llagas que le escocían, sobre todo la de su costado derecho. Por donde entró la salvación.
Luego de una lucha feroz en la que animó y sostuvo a sus guerreros, desapareció al morir la tarde, rojo en la sangre del ocaso y cubierto de llagas. Pero ya la victoria era cierta y el pueblo festejó esa noche, aunque no sin el doloroso lamento por los caídos. Victoria que llegó a oídos del primogénito, por la cual, alegre y confundido, también él festejó desde su alto trono. Y decidió honrar a los caudillos en un banquete que presidió con orgullo. Esa noche, el hijo mayor de Conhubor tuvo sueños intranquilos, sueños de fiebre y de pesar en los que veía aparecer a un fantasma montado con majestad en un blanco corcel, destello de fría plata en su mano derecha.




De gran mañana, el hijo mayor de Conhubor salió de cacería para alivianar su mente afiebrada. Lo acompañaba gran séquito de nobles y escuderos y palafreneros, con gran riqueza de redes y venablos en largas aljabas repletas. Los perros iban ávidos, inusualmente inquietos. En su cabalgar, a la salida del palacio, no vio al negro cuervo posado en el cerco a su izquierda. Tampoco vio las hojas del otoño al costado del camino, ni las nubes gigantes al oriente.
Llegaron al bosque y se internaron en él con sigilo, siguiendo un curso de agua temprana. En un prado, en el centro del bosque, vieron una cierva blanca de espléndida cornamenta que estaba bebiendo de un estanque. El primogénito preparó su arco bien tensado y extendió hacia atrás su brazo hasta alcanzar la más aguda y certera flecha de su aljaba. La cuerda fue tensada y el arco chasqueó. La flecha fue lanzada y voló veloz y precisa. Se soltó la jauría ruidosamente. Pero la cierva huyó hacia la oscuridad.
En su asombro, el hijo mayor de Conhubor contempló las saetas de su aljaba: puntas de inerte hierro, ya no saetas de viva plata. Entonces, persiguió a la cierva, y con él su séquito y sus alanos, por sombras y por claros, a través de interminables selvas donde siempre un confín ulterior espera tras el último árbol. Hasta que nada más se vio ni de la cierva ni de la luz ni de la tarde.
Y allí, en medio de un prado apacible, el rey su padre yacía en un lecho de hojarasca, revuelta la barba, coronado de hiedra.
–Está hadado, señor: espíritus oscuros del bosque seguramente lo hechizaron con su danza circular. No lo toquéis, que correréis igual suerte.
Todos contemplaban absortos, y algunos lloraban. El hijo mayor de Conhubor palideció y avanzó, como atraído por una fuerza irresistible, para contemplar el cuerpo inerte de su padre. Pero, maravilla para todos, el rey se despertó y se irguió. Y, contemplándolos profundamente con ojos llenos de tristeza, avanzó hacia ellos. Se acercó a su tembloroso hijo, lo tomó por los hombros mansamente. Y entonces estalló en un salvaje llanto, profiriendo estas palabras:

– Sueños y visiones extrañas acudieron a mi mente. Aquí, bajo este cielo insondable, sobre este suelo inconmovible, en medio de este círculo de robles sagrados, vino a mí Dáir, el viejo y solitario sabio, con su negro cuervo Brón posado en su hombro izquierdo. Y me exhortó que contemplara hacia el oriente, donde las nubes se agolpaban enormes y espesas. Vi entonces, a lo lejos, a un hombre justo, traicionado por los suyos, y cuyo suplicio era mayor que cualquier tormento imaginable. Sus brazos, tendidos como queriendo abrazar el mundo, eran sin embargo los de un poderoso guerrero (pude ver que aferraba en su puño la flecha de la verdadera realeza). Una herida en su costado manaba, abierta y reciente. Pregunté a Dáir cómo podía ser que, vencido, fuera tan poderoso y, adalid, luchara sin hueste, él por todos y ninguno por él. Y Dáir sólo respondió que, por vez primera, esta visión era demasiado oscura aun para su ingenio, porque no es una sabiduría de este mundo. En el círculo de robles, aquella tarde, tuve un espasmo de furia y venganza. Grité preguntando el nombre de este rey guerrero, adentrándome en el bosque, abriendo una brecha en la espesura, tajando ramas y miembros. Aquella tarde, con mi espada desnuda acuchillé los robles, que no responderían. Y tú, hijo de mi sangre, has de saber que mi cabeza ya no tendrá descanso preguntando por éste, que mi carne jamás reposará tranquila deseando conocer su nombre y su rostro... Nunca callan las hojas de este roble viejo... revolotean en derredor de mí, pero no dicen su nombre, no lo dicen...

Y esto diciendo, agotada ya su sangre, cayó sobre su bienamado suelo.



S.D.

1 comentario:

el_bru dijo...

Uhh...
Trágico y sobrio. Es de mi gusto. lógicamente.
Me gusta, sobre todo, cómo el discurso final reune y rearticula elementos que aparecieron antes. Y todo para explicar la muerte que no se cuenta.
Buenísimo.