domingo, 9 de septiembre de 2007

Los signos de la gesta

Rotlando brandió su espada cuajada de antigua luna,
contra el tiempo de la roca: su sangre en la tierra dura
fecundó voces latinas que repitieron la gesta:
Durendal, contra la piedra en vano fuiste ferida.
Las marcas quedaron hondas como signos de la werra
después de que en la batalla los doce pares murieran.

S.D.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Beowulf (vv. 1-19)



Hwæt, we gar-Dena in geardagum,
Þeodcyninga, þrym gefrunon,
hu ða æþelingas ellen fremedon.
Oft Scyld Scefing sceaþena þreatum,
monegum mægþum, meodosetla ofteah,
egsode eorlas. Syððan ærest wearð
feasceaft funden; he þæs frofre gebad,
weox under wolcnum, weorðmyndum þah,
oðþæt him æghwylc þara ymbsittendra
ofer hronrade hyran scolde,
gomban gyldan. Þæt wæs god cyning!
Ðæm eafera wæs æfter cenned
geong in geardum, þone God sende
folce to frofre; fyrenðearfe ongeat,
þe hie ær drugon aldorlease
lange hwile. Him þæs Liffrea,
wuldres Wealdend, woroldare forgeaf;
Beowulf wæs breme blæd wide sprang,
Scyldes eafera Scedelandum in.





¡Ved aquí! Nosotros, de los Daneses del Asta, en días pasados,
de los reyes del pueblo, hemos oído la gesta,
cómo los príncipes lucharon con fuerza.
A menudo Scyld el Scefing a mesnadas enemigas,
a muchas tribus, arrebató la mesa del hidromiel (poder),
espantando a los jefes. Aunque en otro tiempo fue
encontrado despojado, favor ha obtenido:
creció bajo el cielo, ceñido de riqueza,
hasta que las gentes, más allá y más acá
del camino de las ballenas (mar), oyeron su mandato,
y le pagaron tributo: ¡era un buen rey!
Le nació después un heredero,
un joven en su palacio, enviado por Dios
para sustentar al pueblo, condoliéndose de sus penas,
que antes habían sufrido sin un caudillo
por largo tiempo. Así el Señor de la Vida,
blandiendo maravillas, le dio la fama del mundo.
Afamado fue Beowulf, su renombre voló hasta lejos,
el hijo de Scyld, en las tierras de Escandia.

jueves, 6 de septiembre de 2007

El Rey Guerrero


They will not hush, the leaves a-flutter round
me, the beech leaves old.


(W. B. Yeats, The Madness of King Goll)


Habiendo salido a cazar en un blanco palafrén, el rey Conhubor se internó lejos y profundo en el bosque de la tarde. Sin advertir que las sombras se alargaban cada vez más, sobrevino la hora extraña en que los sonidos callan. Llegó a un prado abierto, donde la luz es menos engañosa, pero allí no vio más ni la luz ni la tarde.
Un ave oscura, descendiendo en vuelo rasante sobre él, golpeó con el borde del ala su frente. Visiones raras acudieron entonces a su cabeza. Tres días permaneció sumido en una fiebre intensa y amarga. Y comenzó a tener sueños atormentados. Soñó con el mal del mundo. Visiones tan extrañas como ni siquiera en la feroz penumbra de la pesadilla acontecen.
Las hojas del otoño empezaron a cubrir su sueño, entretejiéndose con la barba rojiza y la cabellera. La hiedra reptó sobre sus piernas inmóviles, en su regazo anidaron los pájaros. También la comadreja halló refugio en su regio manto. Días y días yació el rey al borde del bosque, hasta que la nieve invernal comenzó a cubrirlo.
En vano lo buscaron sus nueve hijos sobre nueve briosos corceles por todo el reino. Antojándoseles capturado por los piratas del norte, o bien, en el mejor de los casos, muerto, lo lloraron un mes y al cabo lograron decidir que el primogénito ocupara el trono.
La primavera sucedió al invierno, y la nieve huyó. El rey se cubrió de hojas de hierba clara. Resplandeció límpido el rostro, lavado por la lluvia de la mañana, besado del fulgor de la luna. En su puño, un venablo virgen aún conservaba su punta acerada.
Sus nueve hijos pronto se olvidaron de él, sobre todo el primogénito que ahora ocupaba el alto trono. La reina viuda se marchitó en poco tiempo como una flor cortada y lagrimosa, llena de tristeza al ver a sus nueve hijos desmemoriados. Codicia y Envidia metieron sus negros rabos en la casa, Discordia se enseñoreó del lugar. Hasta que la misma sangre se volvió contra la sangre.
Y el rey dormía su sueño de amargura, velado de bruma y secreto. En su mano, un venablo virgen recordaba el antiguo fragor de la batalla, donde habían quedado honradas su alta corona y su barba salpicada de sangre enemiga. Un venablo virgen, destello de fría plata, no mellado aún por el tiempo ni por la sangre enemiga.

Fue en esos tiempos que el enemigo llegó de lejanos confines. Piratas rojos del norte, exhalados de mares recónditos, atacaron todos los pueblos de la costa, destruyeron las casas y los muelles, mataron animales, hicieron sacrificio de hombres. Hierro y fuego. Fuego y sangre. No se recordaba una invasión tan violenta ni tan prolongada como ésta. Continuamente atracaban naves negras en la playa y renovadamente se extendía el terror tierra adentro. A los embates primeros sucedió un desembarco más negro aún: los jefes oscuros, señores de piratas, hincaron sus lanzas en tierra firme, declarándose reyes. La guerra era inminente. Cada comarca, cada pueblo, cada casa y cada hombre preparó sus mejores armas: unos pocos espadas y arcos, algunos hachas, los más palos y azadones. Pero muchos huyeron a las tierras altas, confiando en el abrigo de las peñas y de las cabañas en ruina.
Las huestes de la alta casa se preparaban. En los atrios, la angustia vibraba entre rumores de hierro y bufidos de caballos. Los jóvenes conversaban asustados, los más viejos callaban, mientras bruñían sus espadas con la mirada fija en algún recordado campo de batalla, lleno de gritos y muerte.
Al alba gritaron halalé. El enemigo está a la puerta. El miedo cedió al ardor en cada pecho, al amor por la alta casa. El alabardero grita al cielo y las huestes se despiertan sobresaltadas. El enemigo está a la puerta: saltan recios los cuerpos a la fría mañana. Halalé, clama la turba. Los caudillos, altos en sus corceles, rugen su arenga ardorosa. Los brazos se templan en la bruma y embrazan los escudos. Avanza el pueblo y con ellos un grito hondo y tempestuoso.
Pero el primogénito no descendió al campo de los hombres. En su asiento labrado pronunció palabras pavorosas: “Duro es”, dijo, “que nuestro padre nos abandonara en la flor de la juventud. Me fue dada la vida y me fue dado el trono. Y un golpe repentino de la fortuna no ha de arrebatármelos”. Y envió a sus ocho hermanos a la guerra. “No es justo que tengamos que sacrificar nuestra real persona en la batalla”.

Un año duró la guerra. Los cuatro hermanos menores traicionaron la alta casa, vendiéndose al enemigo. Los cuatro mayores fueron fieles al primogénito: en combate murieron todos por él, aunque él por ninguno. Seol murió ahogado entre las naves en pugna, Scornach pereció con una flecha atravesada en su garganta, Scian fue clavado al cuchillo de un pirata cruento y Slán, el joven, se pasmó ileso en el campo de batalla, víctima del horror, sin una herida que hiciera visible su muerte.
...
Grande fue la pérdida, pero no fue ruina; muchos los muertos, pero no todos. Y los piratas rojos, hoscos hombres del norte, fueron finalmente expulsados. Porque, transcurrido un año de salvajes matanzas, un guerrero poderoso fue visto en las playas del este. Con el sol oblicuo de la tarde apareció de nuestro lado, dando golpes de espada, dispersando las líneas enemigas. Por su barba y sus ojos agudos podían entreverse otras guerras y otros días, en que guiaba a hombres y huestes, y cantaba de gozo en la victoria. Pero su rostro grave también mostraba una pena inmensa, como si hubiera visto cosas terribles y perpetuas.
Apareció montado en una sombra blanca, en alto la frente, dando golpes de espada y abriendo una brecha en el cuerpo enemigo. Se internó entre las líneas enemigas abriendo a los guerreros el paso, por donde entró la salvación, sólo por él. Se adentró en la tormenta, brioso con su saeta en mano, tajando cabezas y miembros, dando muerte a la muerte de su pueblo. Pero también fue herido, perforado de muchas llagas en su cuerpo fuerte, llagas que le escocían, sobre todo la de su costado derecho. Por donde entró la salvación.
Luego de una lucha feroz en la que animó y sostuvo a sus guerreros, desapareció al morir la tarde, rojo en la sangre del ocaso y cubierto de llagas. Pero ya la victoria era cierta y el pueblo festejó esa noche, aunque no sin el doloroso lamento por los caídos. Victoria que llegó a oídos del primogénito, por la cual, alegre y confundido, también él festejó desde su alto trono. Y decidió honrar a los caudillos en un banquete que presidió con orgullo. Esa noche, el hijo mayor de Conhubor tuvo sueños intranquilos, sueños de fiebre y de pesar en los que veía aparecer a un fantasma montado con majestad en un blanco corcel, destello de fría plata en su mano derecha.




De gran mañana, el hijo mayor de Conhubor salió de cacería para alivianar su mente afiebrada. Lo acompañaba gran séquito de nobles y escuderos y palafreneros, con gran riqueza de redes y venablos en largas aljabas repletas. Los perros iban ávidos, inusualmente inquietos. En su cabalgar, a la salida del palacio, no vio al negro cuervo posado en el cerco a su izquierda. Tampoco vio las hojas del otoño al costado del camino, ni las nubes gigantes al oriente.
Llegaron al bosque y se internaron en él con sigilo, siguiendo un curso de agua temprana. En un prado, en el centro del bosque, vieron una cierva blanca de espléndida cornamenta que estaba bebiendo de un estanque. El primogénito preparó su arco bien tensado y extendió hacia atrás su brazo hasta alcanzar la más aguda y certera flecha de su aljaba. La cuerda fue tensada y el arco chasqueó. La flecha fue lanzada y voló veloz y precisa. Se soltó la jauría ruidosamente. Pero la cierva huyó hacia la oscuridad.
En su asombro, el hijo mayor de Conhubor contempló las saetas de su aljaba: puntas de inerte hierro, ya no saetas de viva plata. Entonces, persiguió a la cierva, y con él su séquito y sus alanos, por sombras y por claros, a través de interminables selvas donde siempre un confín ulterior espera tras el último árbol. Hasta que nada más se vio ni de la cierva ni de la luz ni de la tarde.
Y allí, en medio de un prado apacible, el rey su padre yacía en un lecho de hojarasca, revuelta la barba, coronado de hiedra.
–Está hadado, señor: espíritus oscuros del bosque seguramente lo hechizaron con su danza circular. No lo toquéis, que correréis igual suerte.
Todos contemplaban absortos, y algunos lloraban. El hijo mayor de Conhubor palideció y avanzó, como atraído por una fuerza irresistible, para contemplar el cuerpo inerte de su padre. Pero, maravilla para todos, el rey se despertó y se irguió. Y, contemplándolos profundamente con ojos llenos de tristeza, avanzó hacia ellos. Se acercó a su tembloroso hijo, lo tomó por los hombros mansamente. Y entonces estalló en un salvaje llanto, profiriendo estas palabras:

– Sueños y visiones extrañas acudieron a mi mente. Aquí, bajo este cielo insondable, sobre este suelo inconmovible, en medio de este círculo de robles sagrados, vino a mí Dáir, el viejo y solitario sabio, con su negro cuervo Brón posado en su hombro izquierdo. Y me exhortó que contemplara hacia el oriente, donde las nubes se agolpaban enormes y espesas. Vi entonces, a lo lejos, a un hombre justo, traicionado por los suyos, y cuyo suplicio era mayor que cualquier tormento imaginable. Sus brazos, tendidos como queriendo abrazar el mundo, eran sin embargo los de un poderoso guerrero (pude ver que aferraba en su puño la flecha de la verdadera realeza). Una herida en su costado manaba, abierta y reciente. Pregunté a Dáir cómo podía ser que, vencido, fuera tan poderoso y, adalid, luchara sin hueste, él por todos y ninguno por él. Y Dáir sólo respondió que, por vez primera, esta visión era demasiado oscura aun para su ingenio, porque no es una sabiduría de este mundo. En el círculo de robles, aquella tarde, tuve un espasmo de furia y venganza. Grité preguntando el nombre de este rey guerrero, adentrándome en el bosque, abriendo una brecha en la espesura, tajando ramas y miembros. Aquella tarde, con mi espada desnuda acuchillé los robles, que no responderían. Y tú, hijo de mi sangre, has de saber que mi cabeza ya no tendrá descanso preguntando por éste, que mi carne jamás reposará tranquila deseando conocer su nombre y su rostro... Nunca callan las hojas de este roble viejo... revolotean en derredor de mí, pero no dicen su nombre, no lo dicen...

Y esto diciendo, agotada ya su sangre, cayó sobre su bienamado suelo.



S.D.

Batalla

Halalé, gritan al alba,
un fragor que se despierta entre las huestes,
entre el hierro, entre escudos y caballos.
Halalé, corre la sangre
y en el pecho late fiel a la alta Casa
-saltan recios los cuerpos a la fría mañana
y se templan los brazos en la bruma-.

Halalé, ya el enemigo está a la puerta
y se alzan los escudos por el amor del pueblo,
por amor del alto Rey, en defensa de la Casa
y por amor de Aquél el corazón retumba.

Halalé, oh Dios,
hacedme fiel y fuerte,
cuando griten halalé
en los campos de la guerra.
Hacedme fiel y osado,
Señor de las Huestes,
cuando haya ruidos de espanto
en el golpe de los hierros.
Ayudadme, oh Dios,
en la fiera batalla
por amor de tu pueblo,
a entregarme a tus manos,
en la fiera batalla.

Halalé,
mi corazón es tuyo
y mi sangre y mi cuerpo.
Halalé,
mi corazón es el Tuyo
por Tu sangre y Tu cuerpo.

Al guerrero (Salmo 75)

Manifiesta el poder en tu pueblo:
todas las lenguas profieren tu salmo,
porque estás en medio, como fuerza inmensa.
Aquí está tu morada.
Aquí quebraste los relámpagos del arco,
el escudo, la espada, la guerra.
Resplandeciente y magnífico,
es tuya la riqueza conquistada.
Los valientes duermen su sueño
y a los guerreros no les responden sus brazos.
Con tu bramido, poderoso,
detuviste a hombres y caballos.
Terrible es tu nombre:
¿quién podrá resistir al ímpetu de tu ira?
Cuando abres la boca, la tierra teme sobrecogida,
cuando te yergues, de pie como alto juez,
para salvar a los que son humildes.
La cólera humana tendrá que alabarte,
los que puedan sobrevivir al castigo
se reunirán alrededor de ti.
Te hacen votos todos los pueblos
trayendo, como vasallos, tributo al Temible:
porque dejas sin aliento a los príncipes
y te temen los reyes de este mundo.


Un bramido feroz en el campo, un pecho de fuego de fragua percutido de violentos latidos, lanzas enhiestas y lanzas que vuelan y astas lanzadas y clavadas en la carne enemiga, un fulgor azul en los ojos ágiles que perforan primero lo que hará luego la espada, y espadas durísimas de un hierro que hoy no existe, que no podrían brandir los hombres de hoy, y brazos durísimos de un temple que hoy no existe, desnudos detrás de los escudos, tensos hasta el final de la tormenta.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Cómo cantarte
si sos Vos
el que me está
cantando a mí
puntuando
con dolor de amor
cada cifra de la vida
cada canto
Cómo cantarte
dulzura inmodulable
hombre presente
insondable
presente siempre











los padres que acarician a sus hijos
los hombres que besan a sus mujeres
los soldados que sostienen a sus amigos
los santos que sostienen a sus naciones
los profetas...

navegantes que atraviesan los desiertos
escultores que cantan misericordia
carpinteros que protegen a una virgen
los patriarcas que construyen sus linajes
los abades que edifican sus familias

non vixerunt ad semetipsos
propter quod vivunt per semper





Amor
verdor del día
salta como una fuente
hasta la vida que no perece.
Quid sit
nescio,
nisi Vir qui adest.
Magister adest.

lunes, 3 de septiembre de 2007

+
A
Ω
T C H P
C · r a · E
A · · u e · · R
F e l i X C a r d O
S a l v I C o r d I
E · · s r · · R
R · t u · O
V a x M
Ω A
+

sábado, 1 de septiembre de 2007

Gloseer Pontike
(Palei Kumainike)

Upsar ix freyjens Rex,
Pontez anteya,
Thiarden of Ting,
lope ne her
mit ye spath paleia,
exon aarani hektis kronns.


Altia Linggua Kumaina


Sy Upsar, de Resx tha Libertatz,
de Floss dau Marr,
Domnoe dau Ting,
ambula ne chui
mit so gladd antikwoe,
nosx chantarani zent wix.

jueves, 30 de agosto de 2007

Santo

En las ramas de los tilos encendidos
se repite el fulgor flavo de occidente:
hay un fuego puro y hondo en cada hoja
que refleja las auroras tras el mundo.
En el luco circular de luz de niebla
que desciende blanca en haces de las ramas,
un inmenso y solo tiempo yace oscuro
en la charca de agua tensa y negro lecho,
una sola hiedra lenta asciende inmóvil
sobre el roble hacia la bóveda más tenue
de las horas amarillas como cielos
de altos soles que descienden por el Día
a morar el Agua enorme tras el mundo.
Hoscos ruidos nemorosos se repiten:
los sagrados aleteos en la bruma,
los bramidos sordos, vientos escondidos
en las frondas de los árboles salvajes.
Tras las hojas donde se refleja el Día,
donde yace la Hora inmóvil del gran luco,
siempre atrás de aquellas hojas repetidas,
siempre atrás del aire oculto tras las hojas,
más allá del signo oscuro de la hiedra,
la que asciende sobre el roble consagrado,
más allá del roble axial del bosque antiguo,
de los álamos que indican la tormenta,
de cipreses que señalan la alta noche,
más allá del fulgor flavo de occidente,
es tremendo inmenso el ancho Trueno enorme
que bramó desde el principio en la tormenta,
sobre el ronco mar que graba negras rocas,
sobre ramas en los némores que crujen,
en la gran oscuridad nocturna y sacra,
sobre el centro del lugar abierto al cielo,
más allá del signo oscuro de la hiedra
en el centro del estanque arcaico y quieto,
siempre sobre aquellas hojas repetidas,
las que ocultan la Hora inmóvil del gran luco.
Se estremecen ya en el aire bajo el Día
de estupor las aves altas en silencio:
lo han oído más allá de la ancha bruma
y del cielo tenso y hondo de la noche.
Han oído el hosco ruido repetirse
hasta sobre el Agua enorme tras el mundo,
donde van los soles muertos por el Día
en las horas amarillas de los cielos.
Han sabido sobre el roble un signo antiguo
que tronó sobre la hiedra, santo, inmóvil:
un fragor inexorable y poderoso
en su inmensa majestad de viento oscuro,
viento augusto de violencia inconcebible,
sobre el luco circular de luz de niebla,
muy arriba sobre el gran bosque del mundo
como un fuego puro y hondo tras el tiempo.
Se repite el fulgor flavo de occidente
en las ramas de los tilos encendidos.