La historia de las palabras condensa muchas veces la historia de la experiencia humana. Sorprende constatar, por ejemplo, que la palabra latina de donde surge nuestro término “pedir” es petere que en latín, además, quiere decir “dirigirse” o “ir en una determinada dirección”. Así que “pedir” e “ir” son acciones hermanas y el peregrinar es el mayor paradigma de esto. “Peregrino” deriva de peregre que significa “afuera, en el extranjero” ya que, en alguna medida, “peregrinar” quiere decir alejarse de la propia casa y exponerse al riesgo del camino, a la inclemencia del tiempo, a la fatiga y al esfuerzo.
En una perspectiva antropológica, el homo religiosus tiene razones para hacer del peregrinaje una dimensión vital fundamental: la conciencia primaria de dependencia de Otro (que le da el ser y lo rescata de la muerte) lo pone en constante tensión hacia la búsqueda del significado y de la unidad de la vida.
La fundación teológica del peregrinaje se encuentra en los libros del Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Deuteronomio), pero su sentido se actualiza en el Nuevo Testamento. El “peregrinaje” está presente desde el primer momento en la vida de Jesucristo: María y José viajan de Nazaret a Belén y, por eso, Jesús nace como “forastero”; el viaje de los Reyes Magos es cifra del primer peregrinaje de los pueblos del mundo hacia Jesús…
Durante la Edad Media el peregrinaje se consolida como una parte importante de la vida del cristiano. La movilidad constante de la sociedad cristiana medieval tiene relación con esto. Pero, lejos de tratarse de una voluntad de huida, el peregrinaje constituía un viaje definitivo guiado por la voluntad de construir un centro estable en medio de la inestabilidad del mundo. Es una búsqueda de “definitividad”, de certeza de la salvación eterna, conjugada con la
stabilitas loci (“estabilidad de lugar”). Tres peregrinaciones son las más importantes por sus destinos: lejos, hacia oriente, Jerusalén (Tierra Santa, de “Ultramar”); en el centro de Europa, Roma, ciudad de San Pedro, cabeza de la Iglesia; hacia el extremo occidente, Santiago de Compostela (Galicia) donde estaba enterrado el Apóstol hermano de Juan. De estos tres destinos se derivan nombres especiales para los caminantes:
palmeros,
romeros y
peregrinos (
jacobeos,
jacobípetas), respectivamente. Acaso la peregrinación a Santiago haya sido la más popular de todas:
“En la dura ascesis que impone el camino; en esos treinta kilómetros repetidos a diario, haga frío o calor, con hambre y sed; en los muchos peligros y en el hospedaje incierto, el peregrino está reviviendo siquiera un poco el sacrificio de la Cruz. […] A lo largo del Camino es frecuente que los peregrinos decidan acompañar su marcha con canciones. Evocando en ellas todos los momentos de su peregrinaje, desde el día de partida hasta el de regreso, y recordando las ciudades y las iglesias por las que han pasado y, por supuesto, su llegada a Compostela, los caminantes expresan con espontaneidad su fe, sus alegrías, sus penas y sus miedos. Cuando simplemente se sienten muy cansados de caminar y entonan una estrofa para aliviar su fatiga, recuperan el ánimo y el brío y les pesa menos su soledad de viajeros por tierras extranjeras, E Ultreia, esuseia! / Deus aia nos! (‘¡Adelante, arriba, Dios nos ayude!’) era uno de los estribillos, que, lanzado casi como un grito de reconocimiento entre ellos, encendía los corazones de los devotos caminantes” (J. Roux, 2004. Los Caminos de Santiago, p.80)
El peregrinaje, como puede verse, empezó a ligarse a la figura del martirio (testimonio de Cristo hasta dar la vida).
También hay una estrecha relación, ya desde los orígenes, entre el peregrinaje y el culto de las reliquias. La veneración de reliquias (cuerpos y pertenencias de santos y mártires) hizo que proliferaran las devociones y peregrinaciones locales. A veces son las mismas reliquias las que se transforman en “peregrinos”: los cuerpos y restos de los santos salían a los caminos, a visitar a sus fieles. Un aspecto de esta relación entre la búsqueda y recuperación de reliquias y el peregrinaje, es el fenómeno de las Cruzadas que, entre los siglos XI y XIII, se entendieron como una nueva especie de “peregrinación armada”, con una voluntad de rescate de lo sagrado y un valor salvífico.
El que no peregrinaba caminando, podía también servir a Dios hospedando y cuidando de los caminantes. San Benito escribió para sus monjes: “Que todos los huéspedes [peregrinos] que llegan sean recibidos como Cristo, porque Él mismo dirá: Era forastero y me recibisteis. Apenas se anuncie un huésped, que el superior o los hermanos vayan a su encuentro con toda atención de caridad: recen juntos e intercambien el abrazo de paz…” (Regla de San Benito, 53).
Sin proponérselo, los peregrinos medievales cumplieron la función de difusores de la fe y de la cultura, ya que tejían “tramas de información” en una suerte de Universidad popular itinerante. Por esto, Juan Pablo II destaca que los peregrinos del camino de Santiago han sido los primeros depositarios de la conciencia europea. No hay verdadera civilización sin peregrinos, porque no hay cultura (conciencia de pertenencia a un pueblo) sin esa tensión de búsqueda hacia un significado total.
La cultura cristiana, por eso, consolidó dos términos figurados para expresar la condición de todo ser humano. El hombre es siempre un
homo viator, “hombre de camino”, hombre que “viaja” en esta vida. Su condición es la de una constante
peregrinatio vitae (“peregrinación de la vida”).
“Esperen un camino, no un milagro”, dice L. Giussani, aunque en el camino se den milagros inesperados…
Y yo, Santiago, que este año no puedo peregrinar físicamente a Nuestra Señora de Luján, ofrezco mis fatigas de este tiempo como “piedras y durezas del camino” hacia Jesús. Y les pido, amigos que peregrinan, que recen también por mí.
Septiembre 2011